Cuenta la leyenda que los señaladores existen desde que existen libros, papiros o sistemas de escritura en soportes móviles. Eran de uso extendido en Egipto, y también en el resto de las culturas mesopotámicas, Grecia y Roma. Y si se lo ponen a pensar, tiene sentido. Pues la lectura de corrido necesitada, por fuerza mayor, interrupciones orgánicas (necesidad de comer, dormir, aseo, necesidad fisiológica, o de distracción), o por falta de luz, imprevistos y emergencias. ¿Y qué se hacía ante estos casos? Dejar señalado el lugar al que se llegó con la lectura. Y retomar en ese lugar cuando se pueda.
La historia oficial sobre los señaladores dice que su uso se sistematizó y popularizó a partir del siglo XIV, cuando se empezaron a usar señaladores en forma de cintas de seda o de cuero para fijar el lugar exacto donde la lectura acabó y debía ser retomada. Muchos señalan que el inventor de estos artilugios fue un tal Christopher Baker, que incluyó en 1577 una cinta de seda en la Biblia que le regaló a la Reina Isabel de Inglaterra; pero como ya han leído, eso no es así. Los señaladores y sus múltiples variantes existían desde mucho antes.
Las modas fueron imponiendo diferentes tipos de marcadores en distintas épocas: tiras o cordones unidos al lomo del libro o fajillas metálicas en el Renacimiento; cinta de seda en el siglo XVIII; de carta o papel fino en el siglo XIX; y en el siglo XX y XXI ya tienen estatus de coleccionables, forman parte del marketing editorial y se usan para promoción, souvenir, publicidad, regalo o simbolizan la importancia del libro.
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